Álvaro Serrano

Una luz en el camino

02/04/2012

Me temo que esta vez toca ponerse serio. Sólo una vez, lo prometo. 

Corren tiempos difíciles. Acabamos de salir de una Huelga General, y las cosas no pintan mucho mejor ahora de lo que lo hacían hace varios meses, cuando todos pensábamos que un entusiasta cambio de gobierno era la receta mágica que necesitábamos para salir de ésta. ¡Abracadabra, crecimiento económico! ¡Alakazam, empleo! 

Pues no. Tenemos gobierno nuevo y vida nueva, pero la misma mierda sigue ahogando a los de siempre. Que cada vez somos más. Y lo mejor de todo es que los verdaderos causantes de este desaguisado siguen mirándonos desde la distancia, descojonándose mientras se hartan de marisco y se otorgan compensaciones millonarias complementadas con efusivas palmaditas en la espalda, plas, plas.

Se mire como se mire, estamos jodidos. Somos un pais roto por la ambición desmesurada de unos pocos y la despreciable complicidad de algunos más, que siempre encontraron más sencillo callarse y mirar hacia otro lado que decir y hacer lo correcto. Porque la integridad y la decencia en este nido de víboras te llevan sólo al olvido y la irrelevancia. Así somos. En eso nos hemos convertido tras décadas de vida fácil, integración europea y globalización. Duele oírlo, pero es la puta verdad. En algún lugar del camino, los españoles hemos olvidado nuestra naturaleza.

Hubo un tiempo en que nuestro corazón hablaba alto y claro. Tras 40 años a la sombra de un régimen que aplastó nuestro espíritu, los españoles encontramos contra todo pronóstico la fuerza y la ilusión para recuperar nuestra libertad y construir entre todos una realidad mejor. La clase política que aquel día asumió la responsabilidad de enderezar un pais hundido estaba en realidad sosteniendo el alma de millones de personas en un grito colectivo, un pais entero harto de estar maniatado que ansiaba ponerse en pie. Lejos y olvidados quedan ya el idealismo y la entereza de aquellos hombres y mujeres que supieron estar a la altura de las circunstancias. Qué triste echar un vistazo al parlamento actual, diputados, senadores, ministros y ministras de lo propio y lo ajeno, y ver en qué se han convertido.

La Transición, si bien es el ejemplo más reciente, no es la única vez que este pueblo ha necesitado recurrir a la heroica para enderezar las cosas, y en cada ocasión ha encontrado la fuerza para hacer lo que era necesario, apelando a la casta y el valor que sólo se encuentran a través de la desesperación. Cuando ya está todo perdido, los riesgos son mucho más relativos. Y si no, que se lo pregunten a los franceses.

Cuando echo un vistazo a mi alrededor, me pregunto si la Historia no está a punto de repetirse. ¿Cuánto más podemos tragar? ¿Qué hará falta para que digamos basta? ¿Para que exijamos a nuestros representantes que dejen de insultar nuestra memoria y de arrastrar nuestra ilusión y nuestro sudor por el fango mientras se llenan los bolsillos? ¿Qué hará falta?

La increíble permisividad que existe para con la corrupción en el seno de las instituciones que deben velar por nuestro bienestar no es sino una muestra de la putrefacción que se ha apoderado del actual sistema político. Llegados a este punto, no importa el signo político, la ideología o la religión. Los gérmenes están tan dentro del sistema que la amputación empieza a parecer la única manera de salvar lo queda de nosotros, antes de que la infección se extienda y resulte incurable.

Si queremos culpar a alguien, haríamos bien en empezar mirándonos a un espejo. Tan culpables, tan lamentables como los que trincan, somos todos los que día tras día observamos en silencio cómo se descojonan en nuestras narices sin hacer nada. Nos quejamos, si, pero nos falta el valor de hacer lo que es necesario. Como dijo Edmund Burke, “lo único que hace falta para que triunfe el mal es que los buenos no hagan nada”.

Los buenos. Es decir, nosotros. Todos, sin excepción. No basta con indignarse. El movimiento del 15-M pareció indicar el primer paso serio hacia una reacción popular que consiguió llenar de ilusión a mucha gente, incluído yo. Pero hasta la fecha, lo que prometía tanto se ha quedado una vez más en ese triste quiero y no puedo que tanto nos caracteriza. Con qué facilidad encontramos excusas cuando la realidad nos duele. Yo aún creo que es una cuestión de tiempo, y que la acción drástica para cambiar las cosas no sólo es inevitable, sino que debe tener su origen en el pueblo. No puede suceder de otra manera, no mientras el control del sistema siga en manos de la misma calaña. Pero me pregunto, ¿qué hará falta?

Sin embargo, por muy desesperada que parezca la situación, todavía quedan razones para el optimismo, como casi siempre. Todo tiene solución, menos la muerte y Hacienda. Y de la muerte no estoy seguro.

Al pensar en ello me doy cuenta de que ese valor testarudo, ese idealismo inconsciente, ese coraje ilógico que siempre hemos llevado por bandera no están tan olvidados como parece. Continúan presentes en algunos resquicios de nuestra mente colectiva, esperando a que nos demos cuenta de una maldita vez de que seguimos siendo los mismos. Lo veo en nuestros científicos, hombres y mujeres que desafían continuamente los límites del conocimiento humano en su esfuerzo por arrojar luz sobre nuestra historia y construir los cimientos de nuestro futuro. Por sacar a la humanidad de su infancia evolutiva a través del conocimiento y la razón. Lo veo en nuestros artistas: músicos, escritores, cineastas, pintores, fotógrafos. A través de su obra tratan de mostrarnos de qué estamos hechos en realidad, de quitar de nuestros ojos la venda que nos impide reconocernos a nosotros mismos. Lo veo en una canción de Sabina, en un artículo de Reverte, en un cuadro de Picasso. Esperanza. Genio. Futuro.

También lo veo en nuestros atletas, que año tras año se burlan de la lógica y le enseñan al planeta entero que aunque no seamos el pais más grande o el más rico, con valor y determinación todo se puede lograr. Lo veo en la selección española de fútbol, y en la de baloncesto. Lo veo en nuestros ciclistas. Y sobre todo, lo veo en Rafael Nadal. La convicción y la testarudez del que sabe que bajar los brazos, sencillamente, no es una opción. ¿Dolor? Sí. ¿Cansancio? Desde luego. ¿Rendirse? Jamás.

¿Rendirse? Jamás.