Álvaro Serrano

La penúltima

11/03/2011

Tengo un buen amigo con el que he salido muchas veces de copas. Entre nosotros existe un lenguaje oculto, una especie de ley de la barra, extraña para todo aquel que no esté familiarizado con antros de luz tenue, bebida barata y buena compañía. Las mejores historias se cuentan en lugares así, y lo que allí se escucha queda entre él y yo, dos vasos vacíos, y una mirada cómplice que asiente detrás de la barra.

Se trata de barricadas donde no hay sitio para rodeos, para juicios de valor o vergüenza. En su lugar, honestidad brutal, a quemarropa, y la tranquilidad de saber que un amigo nunca bebe sólo. Ésa es la primera regla.

Gin and Tonic

En noches así, no hay muchas reglas, pero las que hay están ahí porque cumplen su función. Porque muchos amigos antes que nosotros ocuparon el mismo espacio en una realidad pasada. Algunas cosas nunca cambian. El humo de esos locales, tan denso que apenas nos permite vernos, no proviene de los cigarrillos, sino de los rincones más oscuros dentro de cada uno de nosotros. Soltarlo es la mejor manera de mantenerse cuerdo.

La segunda regla es que no existe la última copa. Con frecuencia, la noche nos encuentra moviéndonos de un sitio a otro, cambiando de forma pero nunca de fondo. No importa donde vayamos, siempre estamos los mismos. El viejo barman que apuró la botella en el bar anterior se oculta ahora bajo una camiseta escotada, ojos grises, vaqueros ajustados y demasiado maquillaje. El hombre que se gastaba el sueldo del mes en la tragaperras prueba ahora su suerte en forma de chaval joven, acercándose tímido al grupo de chicas que acaba de entrar haciendo demasiado ruido. Uno tras otro, vamos reconociendo los mismos personajes de una obra que se interpreta desde hace siglos, hasta que la noche se agota e, inevitablemente, llega el momento de pedir la penúltima.

Porque siempre es la penúltima. La noche terminará, pero él y yo sabemos que el final no es sino un aplazamiento. Habrá más noches, más risas, más copas, y todas ellas terminarán con un brindis. Un homenaje a las cosas que se entienden sin que sea necesario decirlas. Una celebración en reconocimiento de algo que es anterior a nosotros mismos.

Hace unas noches, estaba fuera con otro amigo por Madrid. Era una noche en la que podríamos haber ido a cualquier sitio, pero el azar quiso que fuéramos a la Taberna de Peligros, uno de esos refugios disfrazados de bar. Allí, recibimos la noticia de que el Peligros cerraba sus puertas definitivamente, y tuvimos el honor de ser los últimos a los que se sirvió. Esa noche, un amigo se disfrazó de otro, y juntos representamos un papel que nos sabíamos de memoria. Por todos los que habían pasado antes por allí, y que tendrán que encontrar otro sitio donde respirar, nos acercamos a la barra, y observamos atentos mientras nos ponían la penúltima copa.