Uno de los primeros recuerdos de mi vida tiene lugar en un cine. Se trataba del viejo Teatro Alkázar, en mi ciudad natal de Plasencia. Yo no tengo más de tres o cuatro años, y como suele suceder con la memoria a esa temprana edad, la escena no tiene una estructura coherente; no sabría decir qué película se proyecta, ni quién me acompaña en la sala. Sin embargo, algunos detalles aislados los recuerdo mejor que años enteros vividos mucho después: el olor de las palomitas recién hechas pero un punto demasiado saladas, el camino entre la puerta de la sala y las butacas, el crepitar del asiento al extenderse… pequeños detalles que tengo grabados a fuego en mi memoria.
Entre las ventajas de crecer en una ciudad pequeña está el hecho de que los niños pueden vivir tranquilos, lejos del ruido, los peligros y las complicaciones de la gran ciudad. En mi caso, eso se traducía en largas tardes de cine desde muy pequeño. Con frecuencia, mis padres me dejaban en compañía de mi hermano o de algún amigo en la puerta del cine. Una vez dentro, el mundo exterior desaparecía durante un par de horas, y lo único que quedaba era la magia pura del séptimo arte. Algunas veces, incluso me quedaba sólo viendo una película que seguramente ya había visto antes dos o tres veces. Para mis padres, la tranquilidad de saber que Juan (el encargado del cine) nos tenía controlados, les daba la oportunidad de ocuparse de sus cosas mientras yo dejaba volar mi imaginación.
Supongo que en cierto modo es normal, pero desde entonces no puedo evitar asociar la historia de mi vida a las películas que me acompañaron en su momento. Mis recuerdos están inevitablemente entretejidos con historias de fantasía primero, aventura y comedia después, y finalmente suspense, drama, romance, ciencia-ficción… Es inevitable, nuestros gustos cambian a medida que la vida va dejando su huella en nosotros. Sin embargo, la sensación inconfundible de entrar en una sala de cine se mantiene aún intacta, invariable, cada vez que cruzo la puerta de un cine y recorro con un punto de anticipación el camino hasta mi butaca.
Cuando yo nací, en julio de 1983, operaban en Plasencia dos cines: el Coliseum y el Teatro Alkázar. Del primero no guardo más que un vago recuerdo, pues cerró sus puertas demasiado pronto para mí, en el año 1987. Con el Teatro Alkázar, sin embargo, disfruté una relación más íntima. Solía ser, como su nombre indica, un teatro a la antigua usanza, con las arañas de cristal colgando del techo y las interminables filas de butacas de terciopelo rojo, hasta que el negocio más lucrativo del cine hizo que su propietario decidiera reconvertirlo en sala de proyecciones en la década de los 50. Las instalaciones disponían de dos salas: la sala principal y el Mini Cine, una diminuta sala de proyección localizada en la primera planta en la que se mostraban los títulos de menor popularidad, apenas había diez filas de butacas y sólo se veía en condiciones desde las cinco primeras.
Era un mundo distinto al de hoy, en el que nos hemos acostumbrado a las tres dimensiones, las 25 salas, el sonido digital envolvente y los 9 euros por entrada. Un mundo en el que una ciudad de 45.000 habitantes tenía que apañárselas con tan sólo dos salas de cine, que debían alternar su programación para poder abarcar el máximo número de películas, reservando los estrenos para el fin de semana y rotando la cartelera diariamente. Recuerdo que con frecuencia debíamos esperar semanas, incluso meses, para poder ver los últimos estrenos. Y cuando por fin llegaban, disponíamos tan sólo de unos pocos días para verlos, antes de que desaparecieran para siempre de la cartelera. Hoy en día no existe esa cultura cinematográfica, y cualquier cosa que se aleje de la gratificación instantánea que Internet hace posible nos parece una atrocidad.
A pesar de las comodidades actuales, y de la impresionante mejora tecnológica que se ha producido desde entonces, recuerdo esas tardes de colas y palomitas con gran nostalgia. Creo que forjaron mi carácter más allá de lo que yo mismo puedo comprender. Gracias a ellas hoy amo el cine, me emociono y disfruto como un niño pequeño cada vez que la luz se apaga en la sala. Yo crecí en un mundo en el que no era sencillo disfrutar de mi pasión, y eso hizo que la recompensa alcanzada fuera mucho mayor. Bajo el techo del Teatro Alkázar acompañé a Indiana Jones, reí con Marty McFly, tuve miedo cuando los velocirraptores escaparon del Parque Jurásico, me quedé embobado con Aladdin y lloré cuando Mufasa murió. Recuerdo como si fuera ayer a mi padre llorando de risa con Solo en Casa, y esa es la única vez que le recuerdo dentro de un cine. Horas y horas de aventuras y emociones que hicieron de mí la persona que hoy soy. Cientos de miles de fotogramas, cada uno de ellos impregnado en mi subconsciente, y en mis sueños.
Con los años, el Teatro Alkázar cerró sus puertas para abrir camino a lo que la mayoría llamaría tiempos mejores. La última película se proyectó en 1995, momento en el que el edificio fue adquirido por el Ayuntamiento y quedó sin utilizar debido a la necesidad de una importante reforma. El 30 de mayo de 1997 se inauguraron en otro local los Multicines Alkázar, un prodigio tecnológico de 6 salas primero, que pronto fueron ampliadas a 8, y que hizo de Plasencia una ciudad a la altura de la época, en la que ya nunca más habría que esperar por los últimos estrenos, ni apresurarse para ocupar las primeras filas de la sala donde, como dicen en Soñadores, las imágenes te alcanzan antes que al resto.
Para el adolescente que yo era entonces, el cambio significó una cosa muy clara: más películas, mejor sonido, más calidad. La primera película que vi allí fue El Quinto Elemento el día que lo inauguraron, y quizá por eso recuerdo esa película como una de mis favoritas. Es una suerte que a esa edad nos resulte tan sencillo aceptar el cambio y la innovación. Desde entonces, he seguido yendo al cine con tanta frecuencia como me ha sido posible, y a menudo lo hago sin tan siquiera mirar la cartelera, con la seguridad de que entre al menos ocho películas siempre seré capaz de encontrar algo en lo que invertir las próximas dos horas de mi tiempo. En realidad, pienso, lo único que necesito es una excusa para entrar de nuevo en ese sitio donde todo es posible.
Yo amo el cine, y aunque he estado en muchos en mi vida, el mérito se lo atribuyo al Teatro Alkázar. A su viejo proyector y sus incómodas butacas en las que, tarde tras tarde, un niño dejaba volar su imaginación. En 1999, el viejo Teatro abrió sus puertas nuevamente, remodelado y acondicionado como teatro una vez más. Paradójicamente, no he ido nunca a una función allí. En mi memoria, el Teatro Alkázar será siempre un cine, mi cine, y me sentiría muy extraño allí dentro, teniendo que compartir el escenario con unos intrusos. Sería como si de repente Superman necesitara un cable para volar.